Cuando uno se mete en mazmorra ajena, debe saber que a buen seguro le aguardarán una no pequeña cantidad de obstáculos de todo tipo. Son lugares ruinosos sobre los que comúnmente pesará algún tipo de retorcida maldición.
Antiguas trampas hundidas bajo el peso de las telarañas se activarán cuando, por descuido, pises una vieja baldosa o tropieces con un desgastado cordel. Pero ese será el menor de tus problemas… ¡¡Esqueletos!! …vale, no son tan peligrosos como un liche cabreado o tan inquietantes como las aparecidas y sus tentadores susurros (capaces de hacer que te perdidas entre laberínticas galerías).
Pero escucha, los esqueletos son como el pan a la comida… ¡una mazmorra sin ellos no es una mazmorra! No serán el enemigo más sofisticado, y seguramente cuando cierres los ojos, pasado el tiempo y en la seguridad de tu hogar, no sean lo primero ni lo segundo que recuerdes mientras rememoras viejas aventuras… pero ten la certeza de que fueron precisamente aventuras memorables en gran parte gracias a ellos… esos sacos de huesos unidos por la magia pestilente de algún viejo pacto nigromántico… Con sus desgastadas armaduras, sus pesadas cotas de mallas y sus quijadas colgantes. ¡Uhmmm…! ¡ese olor a húmeda podredumbre!, ¡el sonido de sus viejas articulaciones peladas rozando entre sí…! Es lo genuino amigo, lo de toda la vida… mazmorra = esqueletos.
Pocas cosas te darán más satisfacción que el crujir de sus huesos bajo el peso de tu maza, el sonido de las astillas saltando cuando claves tu espada o como se desmoronarán, inertes y pesados si logras deshacer el oscuro hechizo que los mantiene alerta.
Esqueletos… lentos, ruidosos y muy numerosos… ¡Desconfía de unas ruinas milenarias sin su ejército huesudo! Es solo un consejo de viejo… Y naturalmente… ¡buena suerte allá abajo!